Me apasionaba leer. Siempre
lo había hecho: antes de dormir, al levantarme, viajando, trabajando, hasta que
un día me despidieron por leer demasiado en las horas laborables. Le pedí al
jefe que tuviera compasión, pero me dijo que la empresa había sido sometida a
una especie de auditoría y que habían contratado a topos que vigilaban el
quehacer de cada empleado. Nunca nadie se había quejado hasta ahora. Yo sacaba
adelante mi trabajo en esa vieja oficina de la calle Fernando VI. A veces el
jefe desaparecía durante horas o incluso días enteros. El negocio se fue
ampliando y entraron más y más empleados. Según me comentó María José, mi
compañera, me había confiado demasiado. Leer en el trabajo no daba buena
imagen. Así que ella, que siempre estaba colocando y descolocando papeles de
aquí y de allá, fue la que más tuvo que agradecer aquel despido mío,
improcedente.
Por suerte, encontré un empleo mejor. Traté de dominar esa pasión
o al menos, controlarla. Aprovechaba la
tediosa vuelta a casa y leía. Al llegar al pasaje más interesante, levantaba a
propósito la vista, cerraba el libro y me ponía a observar a los viajeros que
me rodeaban. Fue entonces cuando reparé en sus manos. Era de los que se
aferraban fuertemente a la barra con la derecha, mientras que con la otra,
sostenía el libro. Leía, como lo hacía yo, abstraído en una especie de ritual
íntimo, sin percatarse de las demás presencias. Me entregué por entero a examinar
con detalle esas manos cuyos ojos, nunca me sorprenderían mientras durara la
ceremonia en la que se encontraba inmerso.
Al
día siguiente, dos estaciones después de
iniciado mi regreso, el hombre de los dedos inclinados en oblicuo volvió a
hacer su entrada y descubrí esa extraña deformación de sus dedos. Estaba
leyendo, Anna Karenina. Me pareció
extraño que esas manos sostuvieran ese libro. Miré su rostro. Era un hombre con
barbas y ojos claros. Su piel era de un color blanco intenso, delicada si no
fuera por el contraste que producían unos vellos varoniles que del borde de la
manga se escapaban sin control.
Y
así cada día. Miraba con atención sus manos, la inclinación de sus dedos y
después saltaba furtivamente al resto de su anatomía, con un poco de respeto, pues
no me gustaba aprovecharme de alguien que permanecía tan ajeno a la curiosidad
de una intrusa.
Pasaron
las estaciones y llegó el buen tiempo. El hombre de los dedos inclinados había
cambiado su abrigo por una chaqueta de
corte esmerado y una camisa blanca de
manga larga. Casi podía rememorar uno por uno, los libros que se había ido
leyendo en cada trayecto y sopesé, con cierto disgusto, que nunca se hubiera dignado a mirarme. Así
que sin saber cómo ni por qué, me propuse propiciar el impacto. Al día
siguiente, aguardé de pie, bien aferrada
a la barra del vagón. Me miré en el oscuro cristal de enfrente y vi a una mujer
en edad madura, pero atractiva. Del mismo modo que siempre lo hacía, el hombre
entró en el vagón. Su mano se colocó justo por encima de la mía. Me di cuenta
de que sus dedos eran larguísimos y que conseguían abrazarse y envolverse casi
a la altura de su muñeca. En comparación, mi mano resultaba diminuta y desvalida. Reclamando su
atención, rocé un poco su piel. Al
momento el hombre, sobresaltado, y sin mirarme, alejó su mano. Se giró un poco,
como dándome la espalda y descubrí que llevaba colgado un estuche negro como de
60 cm. Era una trompeta. Lo deduje porque era igual al que estaba en la casa de
mis padres. El estuche de la trompeta de mi abuelo. Entonces ¿Era un músico?
¿Había llevado siempre esa trompeta colgada en su espalda? ¿Cómo no me había
dado cuenta antes? Ese día pensé en Dedos
de trompeta fuera del vagón de metro. Mientras llegaba a mi casa, cuando me
dormí, cuando amaneció. Evocaba el momento en el que vería de nuevo al hombre
de la trompeta y la camisa blanca. ¿Qué tipo de música interpretaría? Repasé en
mi memoria y la primera imagen que se reflejó fue la de Vicente Fernández, el
de los mariachis y su famosa canción: Con
dinero y sin dinero, hago siempre lo que quiero.... Volví a ver, como cada
día, al hombre de la trompeta. Me coloqué a su lado y entonces, me vio. Fue una
mirada furtiva, de soslayo, instantánea, pero sé que me vio, por primera vez.
Eso me produjo un sonrojo incontrolado y él dejó de leer y miró para otro lado.
Guardó el libro y se echó mano a la espalda. Descolgó el estuche con sus manos,
como si quisiera que lo apreciara mejor y lo mantuvo agarrado con la otra mano,
mientras que su mano derecha permanecía al lado de la mía.
Al día siguiente fui a la biblioteca
pero no para sacar ningún libro. Quería escuchar música de trompeta. Así que
pasé la tarde recorriendo las estanterías de la música jazz, la música country y la música clásica.
Cada día, se repetía la misma
escena. Disimulaba y trababa de ponerme algo más alejada, para poder recrearme
y dejar que en la distancia, él también me contemplara a mí.
Un día fui a casa de mis padres y
cogí el estuche y la trompeta de mi abuelo. Apenas pude arrancarle ningún
sonido. Así que la llevé a una tienda de reparación, me la engrasaron y
pusieron a punto y… tampoco conseguí tocar nada. Me apunté a clases de trompeta.
Aquello alteraba bastante mis rutinas diarias. Apenas avanzaba. Decidí, pues,
contratar a un profesor particular. Pude al fin, hacerla sonar y llegó un
momento en que mis conocimientos musicales, aunque no mis habilidades, me
llevaron al estado de digamos, melomanía musical.
Acudía a conciertos de trompeta de todos los estilos. Sin embargo, cuando veía
a Dedos de trompeta y comparaba mis
dedos con los suyos… no percibía en mi mano ninguna inclinación de dedos.
¿Cuánto tiempo llevaría ese hombre tocando la trompeta para que sus huesos
hubieran adquirido tan peculiar molde? Además, el estuche de su instrumento no
era mejor que el de mi abuelo. No era un estuche de trompeta profesional.
Entonces ocurrió lo inevitable. Volvieron a despedirme del trabajo y dejé de
verlo. Conseguí
un empleo en una entidad bancaria, precisamente recomendada por mi profesor de
trompeta, un militar ya retirado pero
con contactos importantes. Ese primer
día de trabajo, me presentaron al compañero de faena, el contable, el que
cuadraba cada día los saldos y lo reconocí: ¡Era Dedos de trompeta! Supe que
tocaba en una banda de barrio cuando salía de trabajar y que la
inclinación de los huesos de su mano, no era por ser trompetista, sino por ser un simple empleado de banca de toda la vida,
con los dedos deformados de contar billetes. Me dijo que ese no era trabajo
para mí. Que debía buscar algo más
reconfortante, antes de que mis dedos adquirieran esa inclinación
característica, del que cuenta mucho sin contar nada.
Sin saber cómo ni por qué, le dije
que sí, y acabé viviendo en su casa. Nunca volví a tocar más billetes ni trompetas.
Hice de la escritura mi modo de vida, inventando historias para que Dedos de trompeta las interpretase.
Conseguí rescatarle de su monótono empleo y lo contraté para que fuera mi
representante.
María Teresa Ruipérez.